Crónica de viajes

Mi historia de fantasmas

En el folclore japonés, 'Manekute no Yurei' es una mano fantasma que te llama desde una pared cuando vas al baño por la noche. Generalmente, la mano solo quiere que reconozcas su presencia. (Wikipedia)

La siguiente historia le pasó a un amigo, como suele ocurrir con muchas historias que se cuentan...

Fui engañado una vez por una novia que tenía. Esto no es una novedad. La infidelidad es algo que ocurre en las relaciones entre seres humanos. Y todo parece entrar en un torbellino que gira con fuerza hacia lo más oscuro de la noche, aunque los árboles, los edificios, tu habitación, el sol estén quietos, en completa calma.

Esto me ocurrió en 1999, antes de poder preguntar a Google “¿Cómo se supera una infidelidad?” Olvidar la imagen de quien amas, besando a alguien más cuando horas antes te había dicho que te amaba, es algo que se queda ahí en tu mente por un buen tiempo porque, como seres humanos queremos saber por qué, queremos saber el significado, la intención de lo que nos ocurre. Si hubieran existido Google o Alexa, en aquel entonces, les hubiera preguntado: “Alexa ¿Por qué me engañaron? ¿Qué causa la infidelidad?”. Pero a finales de los 90 ese tipo de preguntas no existían en Internet y por tanto no existían respuestas. Y, al no encontrar respuestas, comienzas a dudar sobre lo que realmente sienten las personas. Si son sinceras, si en verdad te quieren quienes dicen quererte.

Además, comienzas a preguntarte si hay algo malo en ti: defectos en tu personalidad, en tu físico, en tu educación. Te deja pensando si en el fondo te merecías lo que te ocurrió. Si hiciste algo que lo mereciera. “Google: ¿Existe el karma?”. Pero sobre todo, te preguntas “Alexa ¿Alguien me quiere de verdad?”.

Mi historia de fantasmas ocurrió durante las primeras semanas posteriores a la infidelidad que padecí. Luego de haber pasado días (en realidad semanas ¿meses?) triste, ensimismado, decidí hacer algo para olvidar el asunto y recurrí a otra forma de escape: trabajar hasta la madrugada.

Mi trabajo se localizaba a las afueras de la ciudad, justo enfrente del cementerio más antiguo. Desde la ventana de la oficina que compartía con otros, podía ver la pared frontal del cementerio y las cruces de algunas tumbas. En las noches, la luz de la luna pintaba el camposanto de color plateado y las cruces parecían personas mirando hacia mi ventana en silencio.

La noche que todo ocurrió fue en noviembre, cuando yo estaba trabajando en un informe, perdiéndome en los detalles estadísticos, en gráficas y comparativas en una tabla de Excel.

El edificio donde me encontraba tenía tres pisos y en medio existía un espacio muy amplio, lleno de escritorios y una gran pared frontal de cristal, que permitía ver hacia el estacionamiento exterior.

Esa noche, en todo el edifico, solamente me encontraba yo. El vigilante se encontraba afuera, en la caseta. Los únicos sonidos que se escuchaban eran los de mis dedos pulsando el teclado y un CD que me había grabado con canciones de Blur, Tori Amos, Radiohead y Björk.

En el edificio había una gata negra, que llamábamos Bambi porque tenía unas manchas como la del personaje de Disney. Los que trabajábamos ahí, estábamos acostumbrados a su presencia. Algunos compañeros la detestaban, pero a mi me agradaba y yo le agradaba. Y me dejaba acariciarla. Y a veces eso hacía mi día.

Esa noche, Bambi había estado saliendo y entrando a mi oficina. Hubo un momento que se subió al archivero gris, bajo la ventana, mirándome intrigada cómo escribía sin cesar en el teclado de la computadora, mientras a sus espaldas la luna iluminaba criptas y cruces en el cementerio. Extendí mi mano hacia Bambi, rosando mi dedo índice con el pulgar y la gatita se acercó y me dejó acariciarla, mientras yo mantenía mi vista en la pantalla de la computadora.

Entonces, tuve que ir por unas impresiones al piso inferior. Salvo la oficina donde me encontraba trabajando, todo el edificio estaba a oscuras, iluminado apenas por la luz de la luna y las lejanas luces exteriores del estacionamiento. Las sombras en las paredes daban la impresión de un bosque con árboles y lobos. Cuando bajaba por las escaleras, la música de Blur se iba alejando poco a poco. Al salir al final del pasillo, se alcanzaba a ver el cuarto de la impresora, apagado también, y en el fondo, las luces led de los controles de la impresora daban la impresión de un rostro sonriendo.

De pronto, la lejana música de Blur se vio tapada por el sonido de un teclado siendo pulsado por alguien. Me detuve. El sonido del teclado se detuvo también. La impresora seguía sonriendo al fondo del pasillo, pero ahora me pareció una sonrisa macabra. En las paredes, las formas de árboles seguían ahí, pero las formas de lobo parecían observarme.

Mi corazón se paralizó de frío. Y yo con él. Entonces comenzó una lucha en mi mente intentando explicar el sonido del teclado: “En el edificio hay alguien más trabajando”, “la oscuridad me hizo imaginar cosas”, etcétera, etcétera. Y entonces pensé que (quizás) había sido Bambi. Y es que el sonido del teclado duró muy poco. Debió caminar por el teclado apenas por un momento.

¡Eso debe ser!” – me dije a mí mismo intentando tranquilizarme– y continué mi camino hacia la oficina al final del pasillo, donde la impresora me esperaba sonriente. Al llegar, evité encender la luz PORQUE-NO-TENÍA-MIEDO, tomé las hojas que mandé imprimir y regresé por el mismo pasillo.

La música, ahora de Björk, se escuchaba más fuerte a cada paso que daba y las sombras en la pared parecían bailar cuando el sonido del teclado volvió a escucharse. Me detuve otra vez, pero el teclado siguió escuchándose. Temblando, me dije a mi mismo: “es la gata, bailando sobre el teclado”. Entonces, la luz de un vehículo, en la avenida, cruzó las paredes del pasillo y yo la seguí con la vista. Cuando la luz desapareció al pie de las escaleras, descubrí a Bambi, mirándome con sus ojos fijos y brillantes mientras se seguía escuchando el sonido del teclado siendo aporreado por alguien.

Me paralicé. Miré alrededor, como esperando que hubiera alguien más, alguien que atestiguara que todo aquello no era un signo de locura. Mis manos temblorosas apretaban las hojas impresas, volviéndolas una masa arrugada de papel y mi pecho se paralizó de frío.

Temblando, caminé hasta la pared de vidrio que daba al estacionamiento en busca del vigilante y lo vi a lo lejos, a través del cristal empañado por mi respiración. Estaba dentro de la caseta, mirando la pantallita de una televisión. Y del otro lado de la calle, la luna iluminando el panteón. Entonces, sentí algo restregándose en mis piernas y lancé un grito corto y agudo. Era Bambi. El sonido del teclado se detuvo y la música del disco volvió a escucharse a lo lejos.  

Bambi salió corriendo por el pasillo y se perdió subiendo las escaleras. Las hojas impresas estaban retorcidas entre mis manos temblorosas. Y al fondo, en el cuarto oscuro, la impresora parecía respirar, mirándome fijamente.

En las sombras de la pared seguían los árboles, pero las imágenes de los lobos ya habían desaparecido. Con la mirada, busqué el interruptor de la luz y lo vi al lado de la maquinita de Coca-Cola que estaba desconectada. Después de todo SÍ-TENÍA-MIEDO.

Prendí la luz y mi miedo fue aún peor: era como si quedara expuesto a quien quiera que hubiera estado aporreando el teclado. Además, la luz daba un tono amarillo deprimente que iluminaba débilmente el pasillo, generando más sombras, con forma de seres extraños y amorfos y provocando que la escalera pareciera aún más oscura.

Tragué saliva y temblando comencé a caminar muy rápido hacia la escalera, mientras sentía que las sombras del edificio me veían soltando carcajadas. Subí las escaleras dando grandes zancadas para cubrir dos escalones a la vez. El sonido del disco, que ahora tocaba una canción de Radiohead, parecía subir cada vez más de volumen, al igual que el sonido de “alguien” pulsando el teclado.

Cuando llegué al pasillo superior, mi oficina se veía al fondo y la luz que salía por la puerta parecía el vaho de “alguien” que respiraba adentro. Busqué a Bambi a mi alrededor, como esperando tener una amiga que me acompañara en el largo camino hacia aquella oficina para apagar la computadora, agarrar mi mochila y salir huyendo de ahí. Y mientras me acercaba, mi pecho hacía esfuerzos para no dejar salir a mi corazón disparado hacia el techo. “¿Qué habría en la habitación? ¿O qué no habría? ¿Todo era producto de mi imaginación? “

Acobardarme y salir corriendo del edificio no era una opción, tenía que guardar el trabajo, porque era importante y tenía que apagar la computadora como exigía un cartel pegado en todas las oficinas. Entonces corrí, con la mirada en el piso, mientras sentía la mirada de las sombras en la pared.

En la habitación, con la mirada abajo, percibí sombras oscuras, también en la pared, siguiendo mis pasos y la ventana, donde se podía ver a la luna sobre el panteón. En el fondo, la pantalla de la computadora parecía observarme intrigada.

Temblando, guardé el trabajo, cerré el programa y apagué la computadora apretando el botón de encendido, saltándome el apagado de Windows. Con un manotazo, desconecté el aparato del CD cuando iniciaba una canción de Tori Amos y salí corriendo sin mirar a los lados. En mis manos, las hojas impresas eran bolas arrugadas. Mientras bajaba las escaleras corriendo, el sonido de alguien escribiendo en el teclado se volvió a escuchar.

Al salir del edificio, hacia el estacionamiento, el frío rasuró mis mejillas. En el interior, las sombras en la pared seguían mirándome. El policía de la entrada estaba afuera de la caseta, en la acera, hablando con policías que estaban dentro de una patrulla. Al acercarme, los policías de la patrulla me miraron. El vigilante también se volvió a mirarme. Se escuchaba mi respiración agitada. Algo verían en mi rostro porque el vigilante preguntó:

-        ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan agitado?   

-        La ga-gata – dije temblando – me-me pegó un susto muy fuerte cuando venía saliendo

El policía arqueó las cejas.

 

-        ¿Cuál gata? Bambi murió hace 3 semanas ¿Qué no supo? – dijo el vigilante con sequedad.

-        ¡Estaba ahí! – insistí – Bambi ¡Se me estregó en las piernas! ¡La acaricié.

-        Yo mismo metí a Bambi en una bolsa. La enterré bajo aquel árbol – dijo el policía señalando con la cabeza hacía un pino en el jardín a la entrada del edificio.

Los policías me miraban con curiosidad, mientras del otro lado de la avenida, unas nubes cortaban la luna sobre el cementerio. Se hizo un silencio mientras el vigilante y los policías me juzgaban con la mirada.

-        Ok – asentí confundido – yo-yo me voy.

Mientras me alejaba por la avenida en busca de un taxi, seguido de la mirada de los policías que enjuiciaban en silencio mi cordura, miré sobre mi hombro hacia la ventana de mi oficina y Bambi estaba ahí, mirándome serenamente con sus ojos amarillos como la llama de dos antorchas.

 

Al llegar a casa, me tiré a la cama con la ropa puesta. Las hojas impresas quedaron a un lado, en el piso, echas bola. Dormí con la luz prendida y la televisión encendida en CNN. Cuando desperté, recogí las hojas impresas del piso. Al final del informe que había escrito la noche anterior, había una serie de letras ordenadas sin sentido:

Ñdijòeutgjhe

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Y entonces se me vino una pregunta a la cabeza. “¿Por qué tuve esa noche de espanto? ¿Cuál es la intención? ¿Cuál es el significado? “ Y mi mente (¿o mi corazón?)  me dio una respuesta que nunca me hubieran podido dar Google o Alexa: “Te pueden engañar, te pueden herir, pero siempre habrá alguien que te aprecie, que te quiera, aunque sea una gatita que venga del más allá…”

El día que violé la ley en Francia

El día que violé la ley en Francia

Confieso que violé la ley en Francia y aunque no existe nada que disculpe mi conducta delictiva, sí puedo dar razones que expliquen los bochornosos hechos que relataré a continuación.

Francia, 2002

Ahí estoy mirando los letreros que anuncian los trenes que parten del Aeropuerto Charles De Gaulle a París. En el cristal de un letrero que anuncia el nuevo modelo de un coche Renault, descubro el reflejo de mi rostro. Literalmente, tengo cara de turista: los ojos entrecerrados, “enfocando” la lista de horarios, andenes y trenes de una pantalla, mientras sostengo una hoja que me acaba de imprimir una muchacha de la oficina de información turística.

Y es que, por más que miro mi boleto y “enfoco” mi vista en la pantalla con la información de los trenes, no me queda claro a qué anden ingresar. Son los inicios de la década de los 2000, cuando no había Google Maps; tiempos salvajes donde viajar implicaba cargar con mapas comprados en librerías o con mapas que se debían imprimir directamente del sitio web de Yahoo! Maps.

Son finales de julio y en teoría aquello debería estar atiborrado de turistas por la temporada alta. Pero no: a las dos de la tarde, la hilera de andenes está casi desierta. No hay incluso policías o empleados a quienes preguntar si aquella entrada era la del andén correcto para ir a París.

En mi defensa, debo decir que es la primera vez que salgo de México y aunque vengo de Londres, donde estuve una semana, la realidad es que aún tengo esa ingenuidad de alguien que nunca había salido de su país. Esta ingenuidad radica, entre otras cosas, en aplicar la misma lógica del país de origen en un lugar diferente. En este caso, mi lógica indicaba que, dado que en el andén frente al que me encontraba había mucha gente abordando el tren y en los otros andenes no se observaba gente, entonces, por tanto, me digo, “este andén y este tren son los que debo tomar para irme a París”.

Luego de dudarlo y considerando que es casi la hora de salida de mi tren, me arriesgo y meto mi boleto en la pasarela del andén que mi lógica indicaba. Al acercarme al tren se me congela la sangre y se paraliza mi corazón: un anuncio enorme, que cualquier otra persona hubiera visto desde donde yo estuve parado con mi cara de turista, indicaba con letras enormes que el tren va hacia otro sitio, pero no a París.

Mientras otros viajeros pasan a mi lado con sus mochilas, yo regreso a mi cara de turista intentando comprender en qué había fallado mi lógica. Entonces veo otro letrero, igual de grande, pero en el andén de enfrente, que indicaba que de ahí partiría el tren que iba a París. De hecho, la gente estaba abordando porque el horario de partida se acercaba. En el vidrio de un quiosco que vende baguettes, vuelvo a ver mi cara de turista: tengo la boca abierta.

Entonces, doy vuelta y acelero el paso para dirigirme a la pasarela del andén correcto y descubro con sorpresa que el aparato rechaza mi boleto porque, obvio, mi boleto ya había sido utilizado. Pinches computadoras.

Quien pudiera leer esto, va a pensar “¿cuál es el problema? Se compra otro boleto y voilá”. Pero esta es la cosa: yo iba corto de euros. Para clarificarlo, baste decir que, cuando arribé a Londres, el oficial de la aduana me preguntó cuánto dinero llevaba y cuando le dije lo que traía puso cara de sorpresa porque ese dinero era “muy poco” para una semana en Londres. Lo que no sabía este oficial de aduanas es que ese dinero no era solamente para Londres sino para dos meses en Europa.

Así que ahí estoy, en el aeropuerto Charles De Gaulle, buscando a algún empleado de los trenes de Francia para explicarle lo ocurrido y solicitar que me dejaran ingresar al andén, pero no hay nadie y el tren ya está por salir. En una contradicción extraña, estoy paralizado intentando hacer algo rápido. Entonces, pasan frente a mí un grupo de muchachos senegaleses hablando en voz alta y dando risotadas. ¿Por qué sé que son de Senegal? Porque tres de ellos llevan la camiseta de la selección senegalesa de fútbol. Los otros tres llevan una especia de túnica blanca con pantalones del mismo color. Como si nada, se saltan la pasarela y se siguen caminando hasta abordar el tren que va a París.

Volteo a mi alrededor: quiero ver si alguien más atestiguó lo que hicieron los senegaleses, si a la policía o a alguien le importó, porque, en caso contrario, yo podría solucionar mi problema de la misma manera.

Pero no había nadie y los pocos viajeros que estaban por la zona no parecieron dar importancia a seis senegaleses polizones, por tanto ¿Por qué prestarían atención a un polizón mexicano que además sí había pagado su boleto?

Bajo esta ilógica, salto la pasarela (no tan ágilmente como lo hicieron los senegaleses) y me subo al tren. Por un momento, pienso en buscar algún empleado ferroviario para explicar lo que me había pasado, pero veo a los senegaleses unas filas adelante, que siguen hablando en voz alta y pegando risotadas. Hay un angelito en mi hombro derecho que dice que mejor salga y haga lo correcto. Pero el diablo, en mi hombro izquierdo me dice “no le hagas caso a ese güey”. Así, me convenzo y me digo a mí mismo “no debería haber problema…” y cuando el tren echa a andar el ángel en mi hombro derecho me pregunta: “¿O sí?”. Pinche conciencia.

Con el tren en marcha, decido despreocuparme. Ya recurriré al cinismo si es que alguien me pide mi boleto. Entonces me acurruco junto a la ventana de mi asiento para ir viendo las primeras imágenes de Francia, un país que desde niño tenía ganas de conocer. Ver esos primeros paisajes franceses me relaja. Incluso saco unos sándwiches que me hice con lo que había para desayunar en el hostal londinense en el que me había alojado los últimos días.

Mientras observo por la ventana, me sorprende ver que los edificios de la periferia de París están llenos de grafitis en árabe. También los veo en el hierro de los puentes elevados y otros lugares de difícil acceso para una persona. Eran tantos, que bromeé conmigo mismo sobre haberme equivocado no de andén, sino de país. Estaba comenzando a tomar en serio la broma que me había hecho a mí mismo, cuando al fondo del vagón aparece un empleado del tren, vestido como Dodo, el policía que ayudaba al inspector Clouseau en la serie de dibujos animados de la Pantera Rosa. Con él, viene una muchacha rubia, también empleada del tren, revisando los boletos de los pasajeros. Mi corazón se detiene. Pinche Dodo.

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El diablo en mi hombro me aconseja recurrir al cinismo: “No tengas miedo: simplemente di que eres un turista, que te equivocaste. Eres de México. Diles que hiciste lo mismo que hicieron los senegaleses”. Entonces, veo que los senegaleses comienzan a agitarse en sus asientos. Uno, que va vestido con la camiseta de la selección de fútbol de Senegal, dice algo a los otros y se levanta de su asiento, los otros le dicen algo como intentando detenerlo, pero no hace caso y camina hacia la puerta de salida del vagón, pasando a un lado de Dodo y la muchacha que se dan cuenta de lo que ocurre y le piden que se detenga.

 “Monsieur! Monsieur!” le dicen, pero el senegalés los ignora y sigue su camino. Entonces, los otros se levantan también y comienzan a correr unos siguiendo al primero y otros hacia el otro vagón. Dodo saca una radio que usa (creo) para reportar la situación. Pocos momentos después aparecen otros empleados del tren. Se ven alarmados. Al parecer no son muy comunes los polizones en los trenes franceses.

Entonces, Dodo ordena a la muchacha y a otro empleado que continúen con la revisión de los boletos. Por un momento, me planteo simular que necesito ir al baño y encerrarme ahí hasta que todo se calme. Pero entonces el tren llega a una estación y mientras reduce la velocidad, me doy cuenta de que hay un grupo de policías esperando apostados a lo largo del andén.

La paranoia de un primerizo en el turismo me hace pensar que vienen por los senegaleses y que sería buena idea aprovechar la situación para bajarme ahí, antes de que la muchacha de los boletos llegue a mi asiento. Cuando me dirijo a la salida, con la vista en el piso y con mi corazón intentando salirse de mi pecho, los senegaleses ya están bajando por diferentes puertas y los policías les persiguen. Resulta que no estaba paranoico. Todo se agita en el lugar, se escuchan gritos de los polis, gente apresurándose a salir, alarma. Aprovecho el caos para escabullirme hacia el interior de la estación. Mientras camino tan discretamente como puedo, el ángel en mi hombro me advierte que no debo volver a hacer cosas estúpidas “¡Esto no lo harías en México! ¿Por qué aquí sí?”. El diablo en mi otro hombro se ríe y me dice al oído: “No le hagas caso a ese güey”.

Y en la estación, busco la salida (“Sortie” decía el letrero) y me dirijo hacía ahí con la misma idea de no llamar la atención. Cuando alcanzo a ver, a lo lejos, la sortie, la salida, literalmente la luz al final del túnel, me doy cuenta de que las personas que salen ingresan su boleto en una pasarela. No veo mi cara de turista, pero estoy seguro de que la tengo. Y entonces, reparo que al lado de las pasarelas hay un policía mirando con atención que todo el mundo ingrese su boleto. Al parecer sí son muy comunes los polizones en el sistema ferroviario de Francia.

Y ahí estaba, con mi cara de turista, atrapado en la estación. Pensando en ir a entregarme a las autoridades, buscando en mi mente algunas frases en francés que pudieran ayudarme a confesar, cuando me percato que hay unas cabinas de venta de boletos, que dan a la entrada de la estación. Y se me ocurre que, quizás, puedo tocar al cristal de la cabina y pedir a la empleada que me venda un boleto a donde sea.

Con la misma “discreción” con la cual hui del tren, toco en el vidrio a una empleada que está de espaldas vendiendo boletos a la gente que va a entrar a la estación. Al principio no voltea porque, bueno, toqué con demasiada “discreción”. Entonces toco con firmeza y se vuelve y, en una mezcla de espa-fran-inglés le pido un boleto de metro. La muchacha me mira intrigada y luego asiente. Le lanzó unos euros por arriba de la cabina y ella me lanza un boleto.

Vuelvo a la salida. El policía sigue apostado al lado de las pasarelas, pero aprovecho que está dando indicaciones a un grupo de turistas chinos para meter el boleto de metro en la pasarela de entrada y luego usar ese mismo boleto en la pasarela de salida. Entonces, cuando la pasarela prende un foquito verde, señal de que puedo pasar, alcanzo a ver que Dodo y dos policías conducen a uno de los senegaleses por un pasillo oscuro que se pierde en las entrañas de la estación. “¡Pobre!” exclama el ángel en mi hombro.

Cuando por fin alcanzo la luz al final del túnel y salgo a la calle, pasa frente a mí una mujer que viste con burka. En el edificio al otro lado de la calle hay un enorme grafiti escrito en árabe. El ángel en mi hombro me pregunta: “¿No te habrás equivocado de País?”. Me entra la duda, pero detrás de la mujer con burka veo que viene un señor que lleva en la mano una bolsa de papel con dos baguettes. El diablo en mi hombro mira al ángel y dice: “Ya te dije que no le hagas caso a ese güey”.

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